La Dama Del Lago
Prólogo.
Él sabía que pondría en peligro la vida de muchos si fallaba. Y nada más pensar -ampliamente y entreviendo en su mente muchas de las posibilidades - en lo que significaría tener éxito, hacía que temblara desde los párpados hasta las pantorrillas. Sin embargo, no podía dudar; un desliz ahora y estaría acabado. Con extremo cuidado, siguió caminando a través del campamento, buscando la señal anticipada. Se había asegurado de que nada lo tomara por sorpresa. La belleza de su plan consistía en el completo control de la situación, y aunque ni siquiera un rey puede atribuirse tal poder (pues sólo somos –y sólo en parte- dueños de nosotros mismos) él había dejado muy poco a la suerte. No, la suerte no se entrometería, se aseguraría de aplastarla con la contundencia de sus acciones: Su valentía rozaba la locura y lo hacía imprevisible, su cálculo rozaba la perfección y lo haría exitoso… Lograría su cometido, y entonces vendría la pausa que el mundo tanto necesitaba.
No había luna esa noche, pero no era necesaria: Ahí estaba, a unos pocos metros de la tienda donde, en lugar de guardias, dos cadáveres dormían el más profundo de sus sueños. Un rayo lejano iluminó una parte del cielo occidental; él, como un eco, aceleró sus pasos, y cuando llegó el trueno –ronco y débil- la entrada de la tienda fue atravesada por su silueta, casi tan oscura como sus ojos, llenos de negra determinación. Con la rapidez y sigilo que solo una vida dedicada a la práctica de éste otorgan, se deslizó sin levantar ni un terrón del suelo descubierto, hasta alcanzar la cabecera del lecho, donde una figura solitaria dormía. Su error fue no matarle al instante, pero sabía que se torturaría eternamente si no conocía el rostro de esa persona, de su última víctima…
…Nadie le había advertido lo hermosa que era -y nadie hubiera podido hacerlo. No sólo su cabello enmarcaba en contraste perfecto un rostro esbelto –al punto que destacaba aun en esa noche lúgubre- sino que sus ojos estaban abiertos, y su mirada no expresaba peligrosidad alguna. Aquella mujer estaba llena de una dulzura tan profunda, que una lágrima brotó del rostro del Asesino, quien -exceptuando aquella muestra involuntaria- permanecía paralizado.
Esa reacción lo extrañó sobremanera, y una chispa de su orgullo se enfrentó a aquella nueva sensación. Él no fallaba, no titubeaba; era una situación que no tenía precedentes y eso lo enfurecía. La mirada de aquella mujer arrancó los fundamentos de sus acciones y lo enfrentó a un concepto que creía inexistente: La inocencia pura. Incendió lo que El Asesino ocultaba detrás de su máscara de frialdad, pero la máscara misma –labrada por la desolación de muchas miradas extinguidas- seguía intacta, y aquella ira la iba poniendo, lenta pero firmemente, de vuelta en su lugar.
Él no mataba por placer, deber, ni locura; si miraba a sus víctimas al quitarles la vida no era un acto de perversión, sino un ritual imprescindible. Ver el terror en sus ojos delataba la culpa escondida, y si encontraba en sus miradas paz, sabría que esa persona había sido lo suficientemente consciente de sus males para tomar responsabilidad ante la muerte. En toda su vida muy pocos habían mostrado tal compostura, y él los recordaba a todos. Pero la mirada de la mujer era única y se grabaría a fuego en su memoria. Ella seguía allí, observándolo como si hubiera notado una parte especialmente bella de un paisaje. No mostraba miedo o aceptación, tampoco valentía –un miedo fortalecido-, ni fingida indiferencia –una valentía enmascarada-. Sólo lo miraba; expectante, y aparentemente ignorante de que ambos ya caían por el más hondo de los precipicios.
Cuando ella abrió los labios y dio libertad a su voz, todo lo que El Asesino había sentido hasta entonces se revolvió juntándose en un estremecimiento, y estuvo a punto de echarse a temblar cuando la escuchó preguntar:
-¿Por qué?
A pesar de todo, aquello sí lo esperaba. Nadie podía evitarlo. En voz alta, reflejado en los gestos, o en sus pensamientos, todos hacían la misma pregunta.
Y sólo había una manera de responderla.
No había luna esa noche, pero no era necesaria: Ahí estaba, a unos pocos metros de la tienda donde, en lugar de guardias, dos cadáveres dormían el más profundo de sus sueños. Un rayo lejano iluminó una parte del cielo occidental; él, como un eco, aceleró sus pasos, y cuando llegó el trueno –ronco y débil- la entrada de la tienda fue atravesada por su silueta, casi tan oscura como sus ojos, llenos de negra determinación. Con la rapidez y sigilo que solo una vida dedicada a la práctica de éste otorgan, se deslizó sin levantar ni un terrón del suelo descubierto, hasta alcanzar la cabecera del lecho, donde una figura solitaria dormía. Su error fue no matarle al instante, pero sabía que se torturaría eternamente si no conocía el rostro de esa persona, de su última víctima…
…Nadie le había advertido lo hermosa que era -y nadie hubiera podido hacerlo. No sólo su cabello enmarcaba en contraste perfecto un rostro esbelto –al punto que destacaba aun en esa noche lúgubre- sino que sus ojos estaban abiertos, y su mirada no expresaba peligrosidad alguna. Aquella mujer estaba llena de una dulzura tan profunda, que una lágrima brotó del rostro del Asesino, quien -exceptuando aquella muestra involuntaria- permanecía paralizado.
Esa reacción lo extrañó sobremanera, y una chispa de su orgullo se enfrentó a aquella nueva sensación. Él no fallaba, no titubeaba; era una situación que no tenía precedentes y eso lo enfurecía. La mirada de aquella mujer arrancó los fundamentos de sus acciones y lo enfrentó a un concepto que creía inexistente: La inocencia pura. Incendió lo que El Asesino ocultaba detrás de su máscara de frialdad, pero la máscara misma –labrada por la desolación de muchas miradas extinguidas- seguía intacta, y aquella ira la iba poniendo, lenta pero firmemente, de vuelta en su lugar.
Él no mataba por placer, deber, ni locura; si miraba a sus víctimas al quitarles la vida no era un acto de perversión, sino un ritual imprescindible. Ver el terror en sus ojos delataba la culpa escondida, y si encontraba en sus miradas paz, sabría que esa persona había sido lo suficientemente consciente de sus males para tomar responsabilidad ante la muerte. En toda su vida muy pocos habían mostrado tal compostura, y él los recordaba a todos. Pero la mirada de la mujer era única y se grabaría a fuego en su memoria. Ella seguía allí, observándolo como si hubiera notado una parte especialmente bella de un paisaje. No mostraba miedo o aceptación, tampoco valentía –un miedo fortalecido-, ni fingida indiferencia –una valentía enmascarada-. Sólo lo miraba; expectante, y aparentemente ignorante de que ambos ya caían por el más hondo de los precipicios.
Cuando ella abrió los labios y dio libertad a su voz, todo lo que El Asesino había sentido hasta entonces se revolvió juntándose en un estremecimiento, y estuvo a punto de echarse a temblar cuando la escuchó preguntar:
-¿Por qué?
A pesar de todo, aquello sí lo esperaba. Nadie podía evitarlo. En voz alta, reflejado en los gestos, o en sus pensamientos, todos hacían la misma pregunta.
Y sólo había una manera de responderla.
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