OP
Maldita humanidad
Donde ahora se erguía una ciudad antes existía un pueblucho que, a pesar de su pobreza, era respetado e incluido en los mapas de carreteras. El lugar en sí no era digno de mención, pero la noble familia que allí residía si lo era. El padre de la familia era generoso y poseía una fortuna inmensa, que compartió de buena gana con sus vecinos. De este modo, masas de personas acudieron al pueblo en busca del oro y la plata del señor, que no importaba de regalar a cualquiera que besara su mano en una señal de lealtad. El pueblo prosperó tanto que hasta las más famosas de las empresas establecieron allí sus fábricas, y así el pueblito sin nombre pasó a ser una gran ciudad, llamada París.
El gran señor que alzó el pueblo y le dio su nombre tenía una hija. Era un hombre despreocupado y vivía feliz con lo que tenía, así que no se preocupaba en absoluto por su descendencia y su escasez de herederos. Ella se llamaba Aline. Era una chica muy tímida que apenas salía de casa, y apenas alcanzaba los diez años de edad. Le gustaban los cuentos sobre caballeros y princesas, donde se involucraban criaturas como las hadas y otras mujeres hermosas “Un día serás igual de bella que ellas” le decía su padre. Ese día nunca llegó. Con los diez años recién cumplidos, una asistenta encontró a Aline sentada en su silla con la cabeza recostada sobre la mesa y un libro en el vientre que goteaba sangre. Cuando su padre cruzó sus ojos con los ausentes y azules de su hija muerta algo murió en su cabeza, y todos los sentimientos afables que lo caracterizaban se convirtieron en ira, rencor y en una de las peores maldiciones que se pudieran formular. Con la sangre de la hija en sus manos, este levantó un dedo y maldijo a la ciudad entera que lo había traicionado y había asesinado a su hijita. El padre se suicidó, y París quedó maldita por siempre. París entera escupió en esa maldición y la olvidó.
Ahora una chica diferente viajaba a la escuela de la mano de sus padres, que la balanceaban entre risas. Era una niña muy alegre, pero no se le daba bien relacionarse con los demás, y no tenía ningún amigo. Así pasó la mañana rodeada de sus compañeros de clase, que eran nada más que extraños para ella (hasta hablaba más con sus profesores, eso cuando abría la boca para pronunciar algo que no fuera un suspiro). El padre la recibió a la salida de la escuela con un abrazo, y de la mano se volvieron para casa. Cuando llegaron, la madre ya tenía lista la comida, y pidió a su hija que se lavara las manos “Si no te lavas bien las manos te saldrán granos en ellas” decía su padre para asustarla. Todos se reunieron a la mesa. Cuando encendieron la televisión, escucharon de las recientes muertes de niñas por toda la ciudad, casi parecía como un asesinato en serie, solo que era imposible que una persona se moviera tanta distancia en tan poco tiempo. La televisión se apagó, y la familia no quiso saber más sobre ello.
Al siguiente día, cuando su madre la llevaba hacia su escuela como la rutina marcaba, un hombre apareció y derribó a su madre, dejándola inconsciente en el suelo
-¿Te llamas Aline?-preguntó el desconocido
-Si-respondió Aline, muy asustada. El hombre arrastró a Aline por entre una multitud de gente que la miraban raro. Algunos se movían incómodos, otros parecían ansiosos, y algunos sonreían, pero sobretodo, hablaban, y no dejaban de hablar, cuchicheaban entre ellos palabras que se perdían en el gentío, un sinfín de siseos y sonidos ininteligibles. De repente, Aline se quedó ciega, y notó que subía unas escaleras
-¡Oh, gran señor y fundador de nuestra preciada ciudad! ¡Te rogamos perdón y te entregamos un sacrificio en muestra de agradecimiento!-Aline sintió el acero en su cuello, y un extraño cosquilleo invadió su cabeza. Sintió el corte en el cuello y el chorro caliente de sangre manar de él. En sus oídos se escuchaban sonidos difusos de gritos parecidos al júbilo y la exaltación, seguidos de muchos murmullos. Por último escuchó un grito de horror “Papá… mamá…” pensó. En cuanto no la sujetaron se cayó al suelo para ahogarse en su propia sangre con la maldición en los labios.
El gran señor que alzó el pueblo y le dio su nombre tenía una hija. Era un hombre despreocupado y vivía feliz con lo que tenía, así que no se preocupaba en absoluto por su descendencia y su escasez de herederos. Ella se llamaba Aline. Era una chica muy tímida que apenas salía de casa, y apenas alcanzaba los diez años de edad. Le gustaban los cuentos sobre caballeros y princesas, donde se involucraban criaturas como las hadas y otras mujeres hermosas “Un día serás igual de bella que ellas” le decía su padre. Ese día nunca llegó. Con los diez años recién cumplidos, una asistenta encontró a Aline sentada en su silla con la cabeza recostada sobre la mesa y un libro en el vientre que goteaba sangre. Cuando su padre cruzó sus ojos con los ausentes y azules de su hija muerta algo murió en su cabeza, y todos los sentimientos afables que lo caracterizaban se convirtieron en ira, rencor y en una de las peores maldiciones que se pudieran formular. Con la sangre de la hija en sus manos, este levantó un dedo y maldijo a la ciudad entera que lo había traicionado y había asesinado a su hijita. El padre se suicidó, y París quedó maldita por siempre. París entera escupió en esa maldición y la olvidó.
Ahora una chica diferente viajaba a la escuela de la mano de sus padres, que la balanceaban entre risas. Era una niña muy alegre, pero no se le daba bien relacionarse con los demás, y no tenía ningún amigo. Así pasó la mañana rodeada de sus compañeros de clase, que eran nada más que extraños para ella (hasta hablaba más con sus profesores, eso cuando abría la boca para pronunciar algo que no fuera un suspiro). El padre la recibió a la salida de la escuela con un abrazo, y de la mano se volvieron para casa. Cuando llegaron, la madre ya tenía lista la comida, y pidió a su hija que se lavara las manos “Si no te lavas bien las manos te saldrán granos en ellas” decía su padre para asustarla. Todos se reunieron a la mesa. Cuando encendieron la televisión, escucharon de las recientes muertes de niñas por toda la ciudad, casi parecía como un asesinato en serie, solo que era imposible que una persona se moviera tanta distancia en tan poco tiempo. La televisión se apagó, y la familia no quiso saber más sobre ello.
Al siguiente día, cuando su madre la llevaba hacia su escuela como la rutina marcaba, un hombre apareció y derribó a su madre, dejándola inconsciente en el suelo
-¿Te llamas Aline?-preguntó el desconocido
-Si-respondió Aline, muy asustada. El hombre arrastró a Aline por entre una multitud de gente que la miraban raro. Algunos se movían incómodos, otros parecían ansiosos, y algunos sonreían, pero sobretodo, hablaban, y no dejaban de hablar, cuchicheaban entre ellos palabras que se perdían en el gentío, un sinfín de siseos y sonidos ininteligibles. De repente, Aline se quedó ciega, y notó que subía unas escaleras
-¡Oh, gran señor y fundador de nuestra preciada ciudad! ¡Te rogamos perdón y te entregamos un sacrificio en muestra de agradecimiento!-Aline sintió el acero en su cuello, y un extraño cosquilleo invadió su cabeza. Sintió el corte en el cuello y el chorro caliente de sangre manar de él. En sus oídos se escuchaban sonidos difusos de gritos parecidos al júbilo y la exaltación, seguidos de muchos murmullos. Por último escuchó un grito de horror “Papá… mamá…” pensó. En cuanto no la sujetaron se cayó al suelo para ahogarse en su propia sangre con la maldición en los labios.
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