Strauss Se Quedó Sin Vals [Novela]

La costumbre del viernes por la tarde, café y una charla, mi querida Enriqueta y yo, sentados en la plaza disfrutando uno del otro, de historias y remedios a las rutinarias vidas que llevábamos pero que se aclaraban al llegar el ultimo día de trabajo de la semana y nos dedicábamos a conocer más de quienes ya no eran extraños para nosotros pero que desde que nos habíamos encontrado no habíamos dejado de estar fascinados, uno con el otro.

Los periódicos me habían catalogado como un escritor mediocre y con menos futuro que el pavo que estuviera disfrutando un sentenciado a la inyección letal. «Jonás aún encerrado en el género de romance parece no entender su corta y desdichada carrera.» o algo así dictaban los encabezados de las columnas en que figuró mi nombre la ultima vez, mi compañera se había empeñado en quitarme todos y cada uno de los recortes que yo había empezado a coleccionar, usando la excusa de que solo era cuestión de tiempo para que un ciudadano como yo fuera notado de verdad y mis obras publicadas hasta en la China. Me gustaba pensar que podía creer en la ingenuidad que ella me quería proyectar, mi alma en pena batallaba entre acordar con ella o en que quizá los calumnistas tenían la razón.

En uno de esos momentos que ella percibía que mi mente se ocupada de otro lugar y tiempo, estrechaba mi mano, el clima templado de la estación lluviosa hacia estragos con la temperatura corporal, el masaje fue tibio y mis dedos buscaron auxilio bajo su mano.
—¿El señor del fracaso nuevamente? —me interrogó.
—Disculpa, en tardes como esta me animo a recordar ese último… —el calor sobre mi mano me hizo cambiar de tema.— ¿Hace cuánto no vamos al ballet?
—Quisiera poder responder sanamente.
—Le pediré entradas a Marta, ella siempre parece animosa a que lleguemos. —quise buscar mi celular, pero la mirada de Enriqueta se desvió a la calle frente a nosotros.
—Quiero caminar… —sus ojos me guiaron el camino.

Nuestros brazos se acuñaban perfectamente, su cabeza reposando sobre mi hombro, la chica que una vez fue pelirroja y de melenas rebeldes era ahora la estilizada morena, el suave apretón de su busto me hacía sentir en paz. La tarde caía estrepitosamente sobre nosotros y los demás enamorados en el parque, parejas que llevaban siglos y otros con apenas meses de haber colisionado en la vida de quien estaba a su lado. La caminata se embelesaba del dulce esplendor de las estrellas que adornaban la caja sobre nuestras cabezas, el cielo se había apiadado y mostraba parchos de astros ante las interminables muestras de afecto de los mortales apasionados bajo su seno.

El viento súbitamente hacia que los hombres aseguraran a sus mujeres al lado, como si fueran cometas que saldrían volando hacía los confines de quién sabe dónde. Enriqueta tembló por unos segundos, para luego acomodarnos entre la estreches de nuestras ropas. Mientras continuábamos la marcha ella rompió el silencio, en esas maneras que hacían de mí una gelatinosa masa de carne y huesos.
—Por mi parte, en noches como esta me acuerdo de tu primera aparición en mi vida. —mis ojos se abrieron de par en par, como ventanas de una tienda a pleno estreno.— Supongo que la recuerdas.
—Ese vestido negro que no hacia más que caminar en dirección mia…
—Aún en tu forma de describirme no dejas el papel de escritor. —me disculpo con una sonrisa y ella coloca su mano sobre mi boca.— Pero no así dejo de olvidarte, me sentí la chica mas afortunada del mundo, como una groupie desenfrenada.
—Oye, sabes que no estoy acostumbrado a los elogios.
—¿Te dije ya por que me sentía “afortunada”? —la malicia en sus ojos era evidente.
—Creo que siento la punzada helada de esa respuesta.
—Fue tu primer libro “El Lago”.
—Creo que solo fue leído por ti. —la abracé.
—Quería que me explicaras como habías escrito tal obra, esa en que el chico bueno se queda con la chica buena. Quería saber si tenías la respuesta ante mis males.
—Solo lo escribí…
—Y me di cuenta de inmediato.
—Fue culpa de tu vestido, estabas encantadora y no quería que fuera de mí que habláramos por primera vez. ¬—le acaricié el cabello y le di un sutil beso en el cuello, noté que su respiración aumentó en frecuencia.
—Y a veces me culpo de que quizás no merezca un trato como el tuyo. —sus labios temblaban con suavidad, me invitaban a alcanzarlos.
—No te culpes, por que sino estas pocas estrellas que han asomado su rostro en noches de tormenta no podrán descansar tranquilas durante el día sabiendo que hay una mujer hermosa dispuesta a negarse algo de amor.
—¿Me dices que no fue casualidad tomar aquel libro del estante un día y al siguiente de haberlo leído también haber caído en el encanto de tus palabras, justo como lo estoy haciendo ahorita, justo aquí, en este parque de noches de encanto?
—Te digo que dejes de preocuparte.
—Abrázame entonces. —el aroma de su cabello se coló y cerré mis ojos para conservar ese momento en la bóveda de mis sentimientos.

Bajo aquel paraje de invierno en el trópico las remembranzas se apoderaron de mi mente. Y es que nada de lo que yo había dicho se había mencionado con preámbulo o con plan alguno, quise ser sincero con ella y dejarle saber que me importaba tanto como a nadie en el mundo, quizás hasta más que a mi mismo. Fue tal y como suelen decir, la arremetida de un tren no era nada en comparación a lo que mi pecho sufrió el día que la vi en esas telas negras ajustadas a su escultural cuerpo. Al verla avanzar hacía mi con paso decidido y sin ver hacía atrás, allá hacia donde sus amigas vigilaban, con la música de fondo cosa que yo no organicé sino mi representante, ella se colocó frente mio y estudio cualquier gesto que yo llegara a hacer, me miro a los ojos y dijo que creía en lo que mi libro estaba publicado pero que necesitaba pruebas de que podría ser verdad. Creo que no entendí el mensaje hasta que ella me tomó de la mano y me pidió que la llevase lejos de la gente. Solo fue cuestión de minutos a solas para darnos cuenta lo mucho que nos gustábamos y que deseábamos con impaciencia estar uno con el otro. Su nombre, divina bendición a mis oídos, escrito en una tarjeta blanca junto a su número de teléfono. La escritura era clara y casi sin imperfecciones, sin indicios de picardía, una tarjeta sin pizcas extras de sal ni azúcar. La melodía que sonaba a lo lejos, las platicas distorsionadas, los invitados que se reían y aquellos que se degustaban la mayoría de las copas de champaña dejaron de ser relevantes. Su mirada me rogaba que la tomara entre mis brazos y la llevara a la luna, a las estrellas y a miles de paisajes que solo nosotros sabríamos donde acabar. Sentí que mi alma era refrescada por las cataratas de un flujo cálido que salía de mi corazón, que llenaba mi ser desde mis pies hasta la punta de mis cabellos, en acto reflejo le di un beso en la mano y le prometí que la vería más pronto de lo que esperaba, ella pareció estar satisfecha. Dándome un beso en la mejilla se disculpo y me dio las buenas noches. Esa mujer, tan brava y llena de curiosidad por mi, esa mujer me había flechado.