OP
El día que se hizo negro †
Yo solía acampar bajo aquel árbol durante las interminables horas del verano para disfrutar de inmensas gratitudes y golosinas extravagantes hasta ese día monocromo y sin sabor que dejó tristeza y desolación en mi interior. Palpándome las mejillas quise despertar de un sueño incorregible que pretendía llevarme al final de las fantasías que mi mente juvenil gozaba imaginar. El despiadado destino se encargó de estropear la firmeza de mi suelo y el ámbar de mi cielo, ya no caminaba sin tropezar, ya no anhelaba sin sollozar.
«Me cuentan que ha muerto.» Me parece escuchar, cortos y distantes, los murmullos constantes de las gentes que se acercan a mi rescate; yo menguado a la sombra del manzano que mis ancestros me han heredado parezco intranquilo ante las palabras que precisan el lamentable acontecimiento.
Las damas recogen sus faldas para acelerar el paso, galope o lo que pretendían que hacían para reunirse junto a mí. Los hombres de camisas arremangadas detrás de ellas vienen, en cautela de precipitados arranques. Todos me miran y todos me rodean.
Cómo canto de ángeles, cómo advenimiento divino todos recitan un primer-ultimo e insaboro párrafo: «Su padre vivo ya no está, ha sido encontrado en matorrales de sangre y luto familiar. Esta mañana ha sido visto por última vez con alegría y humor, pero la tarde es negra y su corazón ya no late, sus ojos ya no ven, ni su boca pronuncia versos de amor ni de desdicha. Su padre está muerto, su padre se ha ido. La noche triste estará de su inconmensurable perdida. Usted espere a la madrugada para un agotado adiós por siempre.»
Mientras esas personas me dicen lo que me tienen que decir, mi cerebro piensa en todo lo que hice por él y con él y en todo lo que deje de hacer. Mis entrañas se retuercen y es imposible detener el diluvio ocular, los brazos me sostienen cuando pretendo dejarme llevar por el arrastre de La Tierra como el fruto que cae de ese manzano. Y como si fuera mi vida hecha a cuadros se detiene sin piedad en aquellas memorias que causan más que yagas y quemaduras, mis manos en mi rostro se muestran como inútiles contenedores de las lágrimas frías desmontadas bajo la sombra del estío.
Cuando al fin me levantan el tiempo es más liviano, más ligero, más de cortometraje. El tiempo que es clave y principio de mis arrebatadas experiencias con quién un día fuera mi señor padre. Deseaba que me hubiesen dado más estaciones para cauterizar las malas vivencias y perdurar las buenas enseñanzas. Mi padre se ha ido y mi cielo está abatido. Aguardo y hago tregua con el pensamiento y mis pulmones regresan a su aliento normal. Mi padre se ha marchado pero ha dejado marcado por siempre mi espíritu, lo extraño desde el primer rezongo de aquella multitud entristecida y que con empeño me socorren ante la tempestad de un verano arruinado.
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En memoria de Lucio Mejia Ortega † (1950-2011) a quién aún parece que fuese ayer que lo tenía conmigo.
En memoria de Lucio Mejia Ortega † (1950-2011) a quién aún parece que fuese ayer que lo tenía conmigo.
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