OP
El payaso y la azucena
Abrí los ojos junto a un lago. Sus aguas eran más negras que la mismísima oscuridad que rodeaba todo a mi entorno, y ambas parecían no tener un fondo. Una luz enfermiza, blanca o gris, iluminaba mis cercanías, y disipaba oscuridad a mi paso. La hierba alrededor del lago estaba muerta y seca, tan oscura como el carbón, solo que mucho más fría y vacía al tacto, y ningún viento la movía. Comencé a caminar, pero pronto tuve que detenerme. No había nada al otro lado de la hierba, solo un precipicio hondo y oscuro. Un trozo de tierra gris apareció del vacío y se unió con el suelo a mis pies como piezas de un rompecabezas, y así continuó ocurriendo siempre que daba un paso. Hacia donde yo caminaba, siempre recto, el camino se alzaba desde debajo de los infiernos para que yo pudiera avanzar sin problemas. Si miraba al frente solo veía oscuridad, era como estar completamente ciego, así que decidí mirar hacia abajo todo el tiempo que caminara, observando con cuidado cómo un trozo de tierra encajaba con otro, una roca sobre otra, siempre impulsadas por el vacío aterrador del que nacían.
De pronto, una pradera de flores blancas sobre hierba grisácea se alzó en redondo a mi caminar. Eran muchas, incontables azucenas preciosas, bañadas en un rocío espectral en tensión total que las hacía brillar como si la lluvia hubiera sido reciente y los rayos de un sol imperceptible les sacasen destellos de belleza. Me agaché, y picado por la destructiva curiosidad humana, arranqué una de ellas. Un chillido muy agudo, discorde, que rasgaba el sonido como unas uñas que arañasen mis oídos, se extendió en un eco casi palpable, y poco a poco se convirtió en muchos susurros seseantes que se distorsionaban con otros rumores lejanos. Pronto la azucena se marchitó. Se retorció en mi mano, ennegrecida y hecha jirones sobre sí misma. Una grave culpa me invadió al tirar la flor de nuevo contra el suelo ¿Qué había hecho? Tampoco importaba.
El camino se me mostró antes de que yo pudiera caminar lo suficiente, y al final de él me esperaban unas puertas tenebrosas e inmensamente grandes. Di un paso cauto, y sin darme cuenta ya estaba junto a las puertas, a pocos metros de ellas. Una figura blanca, a diferencia de todo lo demás que era gris o negro, y a semejanza de las azucenas sanas, apoyaba su espalda contra las grandes puertas. De alguna forma, me sorprendió ver que llevase ropa encima. Tenía una capa nívea ajustada al cuello que le caía hasta los pies, y un sombrero de copa negro, muy alto y abombado, sobre una melenita blanca y muerta. De entre las sombras que las alas del sombrero proyectaban en su rostro vi ojos felices, graciosos, y cuando inclinó la cabeza para saludarme también sus labios sonreían. Los labios se abrieron y su dentadura entera sonrió de una forma que me causó un terrible escalofrío. Dio un leve golpe a la puerta, que en realidad sonó como un fuerte estruendo, hueco, como si al otro lado no hubiera nada más que vacío, y eso temía yo. Ambas puertas se abrieron hacia dentro, en silencio, como dos fantasmas al caminar. Al otro lado solo había oscuridad en la que perdías tu orientación y tu vista. Las piernas me temblaban a cada paso, y solo quedaban tres para entrar. Uno, dos, tres… las puertas se cerraron tras de mí y me vi otra vez rodeado de azucenas, pero todas muertas y dolientes, esparcidas unas sobre otras por el suelo, tan negras como el azabache. Las flores gemían de un sufrimiento indescriptible, y murmuraban palabras ininteligibles que sonaban en mis oídos como maldiciones resignadas. Allí permanecí, por toda una eternidad, derramando lágrimas que no podía derramar, como una flor más, tan marchita y sollozante como las otras.
De pronto, una pradera de flores blancas sobre hierba grisácea se alzó en redondo a mi caminar. Eran muchas, incontables azucenas preciosas, bañadas en un rocío espectral en tensión total que las hacía brillar como si la lluvia hubiera sido reciente y los rayos de un sol imperceptible les sacasen destellos de belleza. Me agaché, y picado por la destructiva curiosidad humana, arranqué una de ellas. Un chillido muy agudo, discorde, que rasgaba el sonido como unas uñas que arañasen mis oídos, se extendió en un eco casi palpable, y poco a poco se convirtió en muchos susurros seseantes que se distorsionaban con otros rumores lejanos. Pronto la azucena se marchitó. Se retorció en mi mano, ennegrecida y hecha jirones sobre sí misma. Una grave culpa me invadió al tirar la flor de nuevo contra el suelo ¿Qué había hecho? Tampoco importaba.
El camino se me mostró antes de que yo pudiera caminar lo suficiente, y al final de él me esperaban unas puertas tenebrosas e inmensamente grandes. Di un paso cauto, y sin darme cuenta ya estaba junto a las puertas, a pocos metros de ellas. Una figura blanca, a diferencia de todo lo demás que era gris o negro, y a semejanza de las azucenas sanas, apoyaba su espalda contra las grandes puertas. De alguna forma, me sorprendió ver que llevase ropa encima. Tenía una capa nívea ajustada al cuello que le caía hasta los pies, y un sombrero de copa negro, muy alto y abombado, sobre una melenita blanca y muerta. De entre las sombras que las alas del sombrero proyectaban en su rostro vi ojos felices, graciosos, y cuando inclinó la cabeza para saludarme también sus labios sonreían. Los labios se abrieron y su dentadura entera sonrió de una forma que me causó un terrible escalofrío. Dio un leve golpe a la puerta, que en realidad sonó como un fuerte estruendo, hueco, como si al otro lado no hubiera nada más que vacío, y eso temía yo. Ambas puertas se abrieron hacia dentro, en silencio, como dos fantasmas al caminar. Al otro lado solo había oscuridad en la que perdías tu orientación y tu vista. Las piernas me temblaban a cada paso, y solo quedaban tres para entrar. Uno, dos, tres… las puertas se cerraron tras de mí y me vi otra vez rodeado de azucenas, pero todas muertas y dolientes, esparcidas unas sobre otras por el suelo, tan negras como el azabache. Las flores gemían de un sufrimiento indescriptible, y murmuraban palabras ininteligibles que sonaban en mis oídos como maldiciones resignadas. Allí permanecí, por toda una eternidad, derramando lágrimas que no podía derramar, como una flor más, tan marchita y sollozante como las otras.
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