Maquinas ínfimas de un titan ínfimo.
Como se miran entre ellos, y cuando digo ellos, digo la acera y el zapato.
Ya que si no lo creía, ahora, usted sabe que el zapato y la acera tienen vida,
la vida que le damos nosotros, los pensantes, seres que saben expresarse
con palabras agresivas, volátiles, infartantes, hermosas.
Hablemos, pues, del zapato y la acera.
Estos dos tienen cosas en común, pero, a la vez,
se engañan de forma sutilmente aberrante.
Uno cree que domina al otro, erroneamente por supuesto,
ya que ninguno tiene un poder tan superior:
ni el pobre ser pensante que manipula al zapato, que cree tener la libertad
que cree tener la acera, tan extensa y tan inamovible, tan triste pero tan sabia:
lo ve todo, como el zapato, pero lo ven distinto:
el zapato cree saber lo que piensa el pensante
dependiendo de cómo camine, de cómo se le retuercen los dedos de los pies,
a momentos, o de como suda y de como este se empapa de forma continua,
o súbita, dependiendo esto del pensante.
La acera cree saber cómo está el pensante por los golpes, las arrastradas de reo,
ese odioso taco y taco que perfora, las caídas de sus otros sirvientes, como les dice la acera
a esos objetos que manipula el pensante, aunque ella también,
sin saberlo, obviamente, es un objeto que utiliza el pensante,
pero no le hagamos saber esto a la acera que se la tiene bien creída.
Mejor vallamos a otro punto de vista: situémonos en el pensante,
que nada sabe de esto, pero que a su vez, es el que da de forma
inconsciente de que hablar a la acera y al zapato.
Este pobre ser, que se tiene que atragantar de cosas y cosas y cosas,
pero que no se detiene en el destino del zapato y la acera, no se detiene
a creer que estos lo cuestionan, que lo dominan, que saben de sus pesares,
de sus agonías y que para más envidia, lo tienen más sumiso que a una ninfa.
Este no sabe que todos los días la acera y el zapato se confrontan
en una batalla interminable para definir de quien es su destino,
siempre objetado y reformado por el zapato y la acera.
Dejemos esto por un momento y creamos también que si estos fueran hermanos
serian de los más comunes, con sus rivalidades tan banales y profundas a la vez,
como también poder creer que estos no hablan o que no viven.
Aunque eso ya lo creemos,
¿si se los digo ustedes pensaran que los dominan estos seres tan ínfimos y a la vez tan titanes?,
no lo sé, pero sepan, sepan que su destino lo define muchas veces
ese arranque entre la vereda y el zapato, que no dicen nada
si no se los observa y a la vez maquinan como engranajes
para su vida errante y amargamente entretenida.
¡Y miren que entretenida, perfectamente entretenida!
Como se miran entre ellos, y cuando digo ellos, digo la acera y el zapato.
Ya que si no lo creía, ahora, usted sabe que el zapato y la acera tienen vida,
la vida que le damos nosotros, los pensantes, seres que saben expresarse
con palabras agresivas, volátiles, infartantes, hermosas.
Hablemos, pues, del zapato y la acera.
Estos dos tienen cosas en común, pero, a la vez,
se engañan de forma sutilmente aberrante.
Uno cree que domina al otro, erroneamente por supuesto,
ya que ninguno tiene un poder tan superior:
ni el pobre ser pensante que manipula al zapato, que cree tener la libertad
que cree tener la acera, tan extensa y tan inamovible, tan triste pero tan sabia:
lo ve todo, como el zapato, pero lo ven distinto:
el zapato cree saber lo que piensa el pensante
dependiendo de cómo camine, de cómo se le retuercen los dedos de los pies,
a momentos, o de como suda y de como este se empapa de forma continua,
o súbita, dependiendo esto del pensante.
La acera cree saber cómo está el pensante por los golpes, las arrastradas de reo,
ese odioso taco y taco que perfora, las caídas de sus otros sirvientes, como les dice la acera
a esos objetos que manipula el pensante, aunque ella también,
sin saberlo, obviamente, es un objeto que utiliza el pensante,
pero no le hagamos saber esto a la acera que se la tiene bien creída.
Mejor vallamos a otro punto de vista: situémonos en el pensante,
que nada sabe de esto, pero que a su vez, es el que da de forma
inconsciente de que hablar a la acera y al zapato.
Este pobre ser, que se tiene que atragantar de cosas y cosas y cosas,
pero que no se detiene en el destino del zapato y la acera, no se detiene
a creer que estos lo cuestionan, que lo dominan, que saben de sus pesares,
de sus agonías y que para más envidia, lo tienen más sumiso que a una ninfa.
Este no sabe que todos los días la acera y el zapato se confrontan
en una batalla interminable para definir de quien es su destino,
siempre objetado y reformado por el zapato y la acera.
Dejemos esto por un momento y creamos también que si estos fueran hermanos
serian de los más comunes, con sus rivalidades tan banales y profundas a la vez,
como también poder creer que estos no hablan o que no viven.
Aunque eso ya lo creemos,
¿si se los digo ustedes pensaran que los dominan estos seres tan ínfimos y a la vez tan titanes?,
no lo sé, pero sepan, sepan que su destino lo define muchas veces
ese arranque entre la vereda y el zapato, que no dicen nada
si no se los observa y a la vez maquinan como engranajes
para su vida errante y amargamente entretenida.
¡Y miren que entretenida, perfectamente entretenida!
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