Capítulo 1
En una corte lejana se reunían nobles de distintas partes para conmemorar el centésimo aniversario del reino de Altarus, que en ese momento coincidía con la celebración de una boda entre la princesa del reino y un prestigioso general. El castillo, ubicado en el lugar más alto de todo el reino se hallaba repleto de personas. Una multitud esperaba en las afueras; expectantes por el sonar de las campanas, mientras que los nobles se hallaban charlando y comiendo en el interior no con menos ansias.
Hasta entonces la primera parte de la reunión había concluido; se hicieron condecoraciones a los miembros más destacados de la corte, y se entregaron regalos a quienes ya tenían por montones. Al general Adrian (el mismo que se casaría con la princesa) se le otorgó una mención especial; la espada de granate por sus múltiples victorias en contra de las hordas invasoras.
Todos en el reino estaban emocionados por la unión, dado que el pueblo amaba a la princesa por su benevolencia y generosidad, y al general por la felicidad y paz que otorgaba al defenderlos del peligro de la guerra. El sol brillaba con intensidad excitando el reflejo de las ondeantes banderas del castillo, que se alzaba espléndido en la cima de la colina junto al mar; parecía que la misma tierra estuviera contenta por los sucesos de aquel día. Luego de un tiempo comenzó lo que tantos esperaban: la familia real salió en finos carruajes del castillo, seguidos por un séquito de nobles y escoltados por guardias. Las campanas sonaron y la multitud los siguió emocionada cuesta abajo por el camino que llevaba a la ciudad, capital del reino y que llevaba su mismo nombre.
Llegaron hasta la iglesia que se hallaba ya lista para la ceremonia, y nuevamente los nobles entraron a ocupar sus sitios en la instancia mientras que la multitud esperaba tras las puertas el aviso de culminación. Ya dentro, los nobles se hallaban más serios aunque felices, y Adrian esperaba paciente en el altar. Se encontraba ataviado con una fina y gruesa túnica turquesa con bordes dorados, unida en el centro por una doble cadena de oro. Al lado derecho llevaba ceñida la espada de granate, cuya gema sobresalía de la vaina y vislumbraba destellos amatista por todo el recinto.La princesa por su parte aparecía lentamente por las puertas de la iglesia, comenzando su marcha al altar con un largo y hermoso vestido de tonos rojos que variaban en claridad e intensidad. Estaba todo adornado con preciosas gemas pequeñas.
Ambos prometidos se miraron a los ojos y embelesados juntaron las manos lo que dio comienzo a la ceremonia. Las palabras del sacerdote, la bendición de la reina y el juramento de los amantes resonaron continuamente por todas las instancias de la iglesia, hasta que un beso profundo dio lugar a un estallido de felicidad. Las puertas se abrieron y la multitud lanzó un grito de alegría; en el aire se sentía el regocijo de Altarus, que pronto tendría un nuevo rey y reina. La prosperidad se veía venir para todos los que allí se encontraban.
Salieron de la iglesia rumbo al castillo nuevamente donde culminarían solos sus nupcias, pero al llegar a la cima lo encontraron envuelto en grandes y abrasadoras llamas, que parecían haber salido de la nada. Todos se encontraban sumamente desconcertados, y algunas mujeres incluso se desmayaron o lloraron esperando que su vista les estuviera engañando con aquella escena tan cruel.
Luego de la impresión que los dejó esta imagen los recién casados (y su séquito) se dieron cuenta del origen del ataque, miraron hacia el mar y lo encontraron lleno de navíos de ataque, carabelas y acorazados armados con grandes cañones que terminaban de derrumbar el castillo y consumirlo. El ataque fue inminente y los escasos sirvientes que quedaron dentro murieron al instante.
De repente Adrian despertó de su estupor, dejó a la princesa en manos de los guardias y se dirigió a la ciudad nuevamente para avisar a todo el escuadrón militar del ataque y defender lo que quedaba. Corrió cuesta abajo con todas sus fuerzas y cruzó el bosque rápidamente eliminando los obstáculos con la única arma que llevaba… al instante se vio rodeado cada vez más por la espesura del bosque. Agitaba sin cesar la espada de granate dando mandobles al bosque aunque ya debería estar fuera de él. Vio que un hombre con una raída túnica se acercaba y le gritó:
-¡Corre! ¡Avisa a quien puedas! ¡Altarus está siendo atacado!
Pero el individuo siguió la marcha en dirección a Adrian sin detenerse; pareció seguir de largo como si no lo hubiera visto, así que el general se dispuso a seguir corriendo pero al intentarlo sintió un golpe seco y encontró tendido en el suelo, inconsciente.
Capítulo 2
El castillo de Altarus había sido completamente destruido y la colina en la que solía alzarse imponente había sido consumida por las llamas y herida por los despojos que quedaron dispersos sobre ella. La ciudad de Altarus a su vez había sido invadida por el ejército de Surm, que había roto el tratado de paz firmado y se había unido a las hordas invasoras de las lejanas montañas de Nav.
Ambos habían planeado el ataque sorpresa y mientras las hordas de Nav arrasaban con las viviendas y quemaban los campos y graneros, el ejército de Surm se encargó de la poca resistencia que lograron oponer los defensores habiendo sido atacados por la espalda.
Al poco tiempo los invasores dominaron por completo la ciudad; los pocos sobrevivientes de Altarus, nobles que no habían muerto en batalla fueron secuestrados y llevados prisioneros, incluidas la princesa y la reina.
El general de Surm que dirigió el ataque, junto con el líder de las hordas de Nav reunieron sus tropas en los ardientes campos de Íaref; antes famosos por una gran batalla que un rey con aquel nombre libró en los años de fundación de Altarus, y que ahora se hallaban cubiertos de sangre y tristeza, bajo el melancólico brillo del atardecer.
-¡Altarus ha caído! – gritó el general, y su clamor fue acogido con el unánime estallido de aprobación de las tropas - . Guardad todo tesoro para vosotros, y también el recuerdo de este día en su memoria, pues es el comienzo de una nueva era, no hay obstáculos, ¡Conquistaremos Taeval pronto!
El estallido de aprobación fue aún mayor esta vez; los guerreros se alegraron y empezaron a despojar los cuerpos temiendo que los salvajes Nav les arrebataran su parte, pero no hubo mayor discordia pues a pesar de ser pequeño Altarus era un reino rico. La iglesia en la que se había llevado a cabo la boda se hallaba llena de ostentosas joyas de los nobles, y la armería y el puerto guardaban suficientes provisiones para ese ejército. Ciertamente muchas cosas de valor se perdieron con la destrucción del castillo, y los más nuevos pensaron que hubiese sido mejor asediarlo; pero los más veteranos sabían que el resultado hubiese sido muy distinto y era un precio que había que pagar a costa de su victoria.
-Hasta ahora todo va bien… - murmuró con voz ronca Niro, el líder de las hordas pasando cerca de su homólogo, general de las tropas de Surm.
-Tienes razón, todo ha salido tal como esperábamos – coincidió éste.
-¿Y ya lo encontraste? ¿Hallaron el cuerpo de Adrian? – inquirió con un dejo de resentimiento, pues parte del haberse unido a Surm para dar aquel golpe era saciar la sed de venganza que tenían en contra de Altarus y el famoso general que tanto les había derrotado.
-Su cuerpo no aparece por ninguna parte, pero los soldados que revisaron la zona del castillo, los mismos que encontraron a la princesa dicen haberlo visto perderse en el bosque, lo buscaron pero sólo encontraron bestias salvajes y prefirieron huir.
El líder de los Nav no respondió, se limitó a pasearse observando el desastre que había causado como si se alegrara de ello.
***
-Aún no puedo dejarte salir – avisó un individuo desde las sombras al ver que Adrian se incorporaba - ellos todavía están cerca.
Éste lo miró fijamente como analizando las capacidades de quien lo retenía; no parecía ser capaz de evitar que escapara. Intentó levantarse de aquella especie de cama pero sus miembros no le respondieron.
-Ah, y no olvides que aún sigues débil; agitaste como loco a Veri la sedienta de sangre derrumbando únicamente árboles, el bosque estaba enfurecido. Y además corriste por ese terreno tan maltrecho; que bueno que te encontré a tiempo. Tendrás que quedarte aquí hasta que recuperes las fuerzas, luego sabrás qué hacer.
-¿Quién te crees que eres, estás consciente de que Altarus fue atacado? Y me retienes aquí, sin poder hacer nada… ¿Cuanto tiempo he perdido? ¿Cómo es que terminé en una situación como esta?
Adrian se había agitado un poco importunando a su “secuestrador”, pero al parecer la imagen de su pueblo y de su amada había causado conmoción en su mente así que logró levantarse esta vez. Tomó a Veri la espada de granate y ya calzado se dirigió hacia lo que parecía la puerta, pero no pudo cruzarla.
-Del castillo de Altarus ya no queda nada, y la ciudad es una sombra fogosa de sangre y devastación. – La voz que hablaba era fuerte y profunda, provenía de un nuevo sujeto que se hallaba justo entre él y la salida –. Agradece, hemos alargado tu vida.
Esta vez supo de inmediato que a este nuevo obstáculo no podría superarlo en las condiciones en la que estaba. El individuo estaba cubierto con una capucha oscura, y con ropas de viaje y una larga espada brillante. Era alto de cabellos negros como sus ojos, y se notaba en ellos la experiencia, el dolor y el amor aún más que en los del mismo Adrian.
-Toma esto, iras recuperando las fuerzas poco a poco, pero ahora debes escucharme.
Le dio a Adrian una pequeña botella; éste sentado de nuevo en su lecho la miró con desconfianza, pero con la última noticia la vida le importaba menos. A medida que la tomaba su mente fue despejándose y la impotencia que sentía se calmó un poco. El sueño llegó nuevamente y se imaginó feliz con su amada en el último baile dentro del sagrado palacio de Talvan.
Capítulo 3
El bosque cercano a la ciudad de Altarus era relativamente pequeño, aunque ciertamente peligroso. De él se contaban muchas historias de personas que desaparecían de improvisto al estar cerca, aunque generalmente sólo sucedía cuando iban solas. Antes los escuadrones de guerra de ese país lo cruzaron muchas veces, cuando los caminos que ahora están eran sólo un rastro pequeño, que poco a poco fueron marcando con las extenuantes campañas militares.
En ése bosque se encontraba Adrian, pero aunque lo buscaran todos los soldados de Surm no lo encontrarían. Estaba retenido en un lugar que podría decirse existe y a la vez no. Un recinto oculto por el espíritu del bosque; el mismo que enfurecido paró los destrozos que hacía el desesperado general intentando salir en ayuda de su pueblo. De cualquier manera el amo de ése bosque y de otros más quizás, le había ordenado al bosque mismo que retuviese a Adrian para salvar su vida.
Era una historia antigua, remota a cuando el continente de Ambar apenas se formaba. Los dioses que lo crearon designaron guardianes entre ellos pero de menor rango, para que se encargaran de mantener el equilibrio entre el avance humano y la vida de aquel mundo, pues los dioses eran conscientes de lo que iba a suceder incluso mucho tiempo después. De aquella forma se repartieron en las distintas partes de Ambar, el continente de la vida ubicado en la parte oriental del mundo; Neril, el continente de hielo en la parte suroeste; y Aloos, el continente oculto bajo el agua donde las almas iban luego de separarse del cuerpo. En estos tres continentes había distintos tipos de guardianes. En la parte noroeste del mundo no había nada aún, y cuando lo hubo la mayoría de dioses no se atrevieron a ir allí.
Así pues, uno de los guardianes del equilibro como eran conocidos por muy pocos, fue enviado a un gran terreno en el continente oriental. Luego de mucho tiempo y una gran cantidad de cambios en aquel lugar hubo una gran separación entre los dioses y su creación; fue cuando apareció lo que ahora está en el noroeste y los guardianes tuvieron que ocultarse. Uno de ellos a menudo camina sigiloso por el viejo bosque adyacente al conquistado Altarus.
***
Ya renovado gracias a la pócima que bebió la noche anterior, el único habitante de Altarus que quedaba libre se levantó de la cama y empezó a echar un vistazo al lugar donde estaba. Era un sitio al parecer pequeño: desde donde Adrian dormía se podía observar la sala frente a él, pues no había puerta que los separara. A ambos lados de aquella sala habían varios estantes de libros, sacos de cuero o tejidos en cuyo interior se veían extrañas formas; algunas botellas con o sin contenido alguno, armarios cerrados y a la izquierda de todo un pasillo. Cerca de ahí estaba ocupado el amo de aquel lugar, el mismo sujeto de gris túnica que le había dejado inconsciente, el guardián del equilibrio escondido. Éste observaba algunos viejos tomos y murmuraba cosas inaudibles, pero mientras tanto el otro individuo se acercó y se sentó cerca de la chimenea. El general le miró inquisitivo y se levantó al ver que le hacía señas.
-Mi nombre es Alejandro, paladín de Taeval. Ahora que tu mente está más clara te diré lo que sucedió.
-Eso tal vez no sea necesario - afirmó el viejo desde donde estaba mientras desempolvaba un libro – soñaste con ello ¿no es cierto?
- Sí, pero recuerdo poco; solamente una vaga visión de las hordas de Nav – probó Adrian - ¿Pero de dónde sacaron los barcos, y cómo pudieron recuperarse de las derrotas que mis tropas les infringieron hace tan poco tiempo?
- ¿Aún no lo deduces por tu cuenta? – Dijo Alejandro mirándole con viveza - ¿Qué o mas bien quién a pesar de ser su aliado ha buscado desde siempre la conquista y destrucción de Altarus?
Adrian sabía la respuesta, pero simplemente no quería creerlo…
-El rey de Surm – continuó el paladín -. Él rompió el tratado de paz y se unió a Niro, quien tiene un gran interés en destruirte.
-Niro… - murmuró el mencionado con voz grave al tiempo que bajaba la mirada.
-He oído que le venciste en varias ocasiones, pues ésta era la oportunidad perfecta para tomar venganza.
-No es sólo eso, además hay otras razones por las cuales somos enemigos – replicó Adrian -. No me sorprende que se haya unido a Surm, pero sí que ambos hayan atacado de esta forma tan cobarde, incluso superándonos en número y fuerzas.
-Es lo que pasa con quienes buscan más poder, no se arriesgan y son despiadados a la hora de conseguirlo - dijo con voz suave el anciano –. Pero al parecer Alejandro piensa que se puede parar los propósitos de Nav y Surm.
-Sí, con tu ayuda rescataremos a los nobles de Altarus; venceremos a Niro y a Surm para proteger Ambar y el reino sagrado de Taeval.
-No estoy seguro si confiar en ti – respondió sincero Adrian - después de aquel ataque no sé qué se puede esperar de las personas, y tú para mí eres un completo desconocido.
-Puede que tengas razón, pero yo soy el único que está dispuesto a ayudarte a rescatar a esos sobrevivientes; en Taeval muchos sólo buscan protegerse a sí mismos, yo busco hacer de este continente un lugar libre.
- Eso no será posible – habló nuevamente el guardián -, otorgar libertad a Ambar no es cosa que puedas lograr Alejandro; aun así sé que tus intenciones son humanas, y que si sus esfuerzos bastan podrán lograr muchas de las cosas que esperan – sentenció, esta vez mirando a Adrian.
-¿Donde iremos entonces? – preguntó el general, algo convencido por esas profundas palabras, y algo confundido por el tono que usó aquel viejo al hablar sobre intenciones humanas…
-Pues primero debemos reunir fuerzas, envié a los pocos que quedaron de tu escuadrón junto con el mío a un fuerte cerca de Taeval, en la frontera. Allí podremos organizarnos mejor.
-Está bien, aunque me sorprende que les hayas convencido será una buena noticia verles nuevamente.
-No les convencí precisamente; más bien están retenidos, pero también se alegrarán al verte – dijo Alejandro con un tono divertido, al parecer le gustaba tomar el mando -.
A Adrian no le agradaba mucho esa actitud, pero no podía hacer nada más; sin Altarus su vida no tenía sentido y pensaba constantemente en las condiciones en las que estarían retenidos los nobles, y en su esposa a quién no había podido expresarle su cariño. Ahora se daba cuenta de que la última vez que la miró a los ojos estaban llenos de angustia y dolor, quería cambiar aquello y lo lograría como fuera posible.
Capítulo 4
Ya listos para partir de la cabaña del guardián éste le entregó a Adrian lo que le había sustraído al caer inconsciente el día del ataque.
-Aquí está tu espada de vuelta, y también todo lo demás que hubieras lamentado dejar atrás si intentabas escapar.
Adrian recibió la espada de manos del anciano, la miró profundamente y luego aceptó las otras cosas; su capa y la bolsa con dinero, el sello del rey que lo acreditaba como general de un país derrotado, y una botella con un extraño líquido adentro, obra del viejo.
-¿Qué es esto? - preguntó Adrian mientras balanceaba levemente la botella.
-Es un veneno especial para ti, lo hice en cuanto pude tomar uno de tus cabellos.
Adrian lo miró con extrañeza, si había algo que nunca le habían otorgado antes de emprender una aventura era veneno.
-Este líquido sólo matará a la persona para quien fue hecho, en este caso tú, o alguien muy cercano que comparta su misma sangre.
- ¿Y para qué querría algo así? - inquirió Adrian.
- A donde vas habrán muchas batallas, todas como las que ya has librado antes. Eres un buen guerrero y de seguro no temes morir, pero si Taeval llega a ser capturado verás cosas terribles que nunca soñó nadie.
Si eso pasara, cualquiera que enfrente lo que hay detrás de Surm no tendrá escapatoria y deseará la muerte. En ése momento yo ya no estaré; sólo quedará esa poción, será tu única salvación si eso pasa.
Adrian reflexionó un momento, miró de nuevo la botella, y la arrojó al suelo. La botella se deshizo ante la vista del general y del viejo, que no se mostró preocupado.
No importa si la tiras, la olvidas, o la destruyes: siempre volverá a ti; de la misma forma como la muerte llega a todas las personas.
Alejandro esperaba impaciente ya algo alejado, al ver Adrian montó y cabalgó despacio esperando a que éste lo alcanzara, y luego ambos partieron rumbo a su destino.
***
Se alcanzaba a vislumbrar tras el lejano castillo de Surm al sol salir de su escondite; lloraba aún por la muerte de los caídos en Altarus, pero resaltaba el aspecto imponente de la fortaleza maligna de ese país. Las banderas azul oscuras ondeaban suavemente con el viento de la mañana enseñando el emblema de Surm: una lanza clavada en la tierra que lanzaba unos cuantos destellos plateados.
Varias carrozas bajaban de una cuesta rápidamente, llegaban desde el oeste trayendo a los nobles prisioneros, incluidas la princesa y la reina. Se acercaban cada vez más al castillo el cual a lo lejos había notado ya su presencia.
Los del ejército vencedor se encontraba ya en tabernas, y algunos dentro de las murallas celebrando la victoria de aquel traicionero ataque que no sería el único. Este gran triunfo había atraído a muchos de los habitantes de Surm que se unieron a la eufória del momento bebiendo y celebrando incluso de maneras un tanto grotescas.
Solamente unos cuantos se encargaban de la vigilancia de los prisioneros, y los que venían desde Altarus llevaban dos guardias por cada carroza. Muchos de los centinelas de las torres habían abandonado sus puestos, de cualquier forma hasta aquel momento los habitantes de Surm no conocían la derrota.
Así fue como varias cuadrillas de bandidos que venían del sur tomaron por provisiones las carrozas de los prisioneros que habían notado desde mucho antes, y al ver que podían hacerse al menos con una de ellas asaltaron a los guardias cuando estuvieron en un punto ciego para los dos o tres centinelas que habían sido leales a su trabajo.
Eran aproximadamente unos veinte bandidos, y aunque atacar tan cerca del castillo era una locura, todos iban a caballo, siendo esas monturas de los llanos del sur las más rápidas de Ambar. Luego de imponerse sobre los guardias revisaron los carros y notaron que sólo había prisioneros; no podían saber si eran nobles puesto que ya habían sido despojado de todo lujo, pero quiso el destino que uno de los bandidos fuera un foragido de Altarus, el cuál reconoció a la princesa y a su madre al instante, y propuso a sus compañeros secuestrar a una de ellas y pedir una gran recompensa.
Los bandidos empezaron a discutir, pero los del castillo al ver que las carrozas no aparecían habían enviado jinetes hacia allí. Apenas los vieron, los pillos agarraron a la princesa (más ligera que su madre, y más atractiva también) toscamente y se alejaron con ella lejos hacia unas cuevas al norte. Los jinetes les perdieron el rastro y preocupados por sus compañeros heridos volvieron, cosa que lamentaron al darse cuenta de que la princesa había sido secuestrada.
Capítulo 5
El sol estaba en su punto más alto, los pastos y las aguas brillaban como estrellas y los caminantes se refugiaban bajo un techo, era el día más caluroso y espléndido en mucho tiempo. Unos pocos vagabundos maldecían y le hacían gestos al sol con el dedo, los que no tenían donde ocultarse de sus rayos usaban trapos que los hacían sudar; se dice que los que no soportan un día como aquel no sirven para la batalla, y así parecía.
Los bandidos que raptaron a la princesa habían hecho guarida en una cueva del norte de Surm, no muy lejos pero bastante oculta aunque no del todo segura. Unos cuantos estaban tirados en el suelo, recostados dejándose vencer por Morfeo, que atacaba sus mentes aprovechando la modorra que el calor provocaba. Otros más bebían y apostaban pequeñas cantidades de dinero, y maldecían y se enfurecían cuando perdían, siempre acusando a sus camaradas de hacer trampa.
Solo tres no hacían nada parecido: el bandido que reconoció a la princesa estaba lo más alejado de ella posible, parecía temeroso pero aún así la codicia lo dominaba y no se arrepentía de lo que había hecho. Otro más tendido en el suelo en la entrada de la cueva, vigilándo y meditando al mismo tiempo, no dormía más de dos horas nunca y tenía un rostro demacrado pero duro y ojos penetrantes; éste estaba completamente seguro de que aquella osadía no podía terminar bien, pero aún así no rehuía a su destino y esperaba el desenlace de la historia. El último de los tres simplemente era su líder, y había mandado ya un mensajero al castillo ofreciendo la recompensa por la princesa y amenazando con asesinarla si veía alguno de los hombres de Surm cerca de su escondite, a menos que aceptaran el intercambio.
El líder esperaba impaciente al lado del vigía cuando vio llegar a su mensajero acompañado de uno igual proveniente del reino. Le hizo señas para saber si los habían seguido y este respondió negativamente. El sujeto que venía de Surm traía una bolsa con todo el dinero requerido por los bandidos y además de esto la mitad de su valor en joyas (cabe mencionar que eran las joyas robadas a Altarus cosa que no les costó).
Recibieron al mensajero y liberaron a la princesa; el vigía no dejaba de cavilar acerca del asunto puesto que había oído bastante sobre situaciones parecidas y los enemigos contadas veces aceptaban el chantaje y nunca los chantajitas salían airosos de la situación. Pues aquel "vigía instruido" no se encontraba muy lejos de la verdad, ya que mientras contaban el dinero y el valor de las joyas, y mientras muchos de los bandidos aún seguían tendidos en el suelo, el mensajero se quitó la capucha y dejó verse tal como era, Forgar, príncipe de Surm.
***
Por otro lado y bajo un sol igualmente extenuante se encontraban galopando Alejandro y Adrian, y aunque los rayos golpeaban intensamente sus ropas, cuerpos y monturas, parecía que era hubiese una suave sombra sobre ellos, y soplase una fresca brisa; así era como se sentían. No era nada mágico, era el ímpetu de una raza noble y guerrera.
Salieron del bosque en dirección al oeste y se encontraban ya atravesando una vasta llanura. A lo lejos se alcanzaba a divisar un punte que cruzaba sobre un río caudaloso, que había sido construido con piedras de extraños colores las cuales reaccionaban con la presencia de ciertos individuos; antes en la guerra confundía a los enemigos débiles haciéndolos caer en la fuerte corriente mientras creían estar cruzando el puente a salvo.
-Ahí están dos de mis hombres Adrian, y veo también muy extrañado a uno de los tuyos.
-Lo reconocí al instante. Parece que de algún modo los convenció... ¿o acaso dijiste que los habías capturado a la fuerza para hacerme venir más prontamente?
- No, no suelo mentirle a mis aliados, ni a nadie en general. Qué extraño, se suponía que vendrían más a aguardar nuestra llegada...
-Alto! - Ordenó Adrian alzando su mano al ver la acometida que venía hacía ellos, y a uno de sus soldados emprenderla.
En el momento al que estuvieron al alcance de un arco habían salido tres soldados de Altarus a caballo abalanzándose contra le paladín. A los súbditos de éste los habían capturado; de algún modo, los subordinados de Adrian habían tomado el control de la situación.
Espero que les guste,
~Dew
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