En mi intento de contar algunos acontecimientos aleatorios surgió este pequeño cuento (muy pequeño). Espero que les guste:
¡Bendito sea el nuevo día! ¿Qué es esto? ¿Martes? Haré de cuenta que es jueves. Sólo algo tan traumático como mi nacimiento pudiera ocurrir en día semejante... ¡Martes, martes, martes! ¿Podrá traerme algo bueno?
Tomaré un baño. ¡Cielos, no hay agua! ¡Y tengo examen en menos de una hora! No importa, esperaré paciente que todo se normalice. Hoy es martes, recuérdalo.
¡Por fin! Siento la deliciosa agua recorriendo todo mi cuerpo, llenándome de vitalidad para el esforzado día que me espera. ¿Qué día es hoy? ¡Ah, sí, martes!
Iré a desayunar, de nuevo, lo que acostumbro todos los días: pan, algo de queso y jugo en leche. ¡Maldición! ¡Todo subió de precio! No importa, hoy es martes, podría ser peor.
Voy camino a la universidad… ¡Qué suerte! ¡Me encontré cinco centavos! ¿Para qué cinco centavos? Definitivamente, algo extraño está sucediendo este martes. Sigo caminando bajo la lluvia. El terrible descuido de los responsables de planeación de la ciudad hace que un automóvil que pasa rápido por mi lado me moje con toda el agua sucia del asfalto. ¡Mecachis! ¿Justo hoy? Claro, justo hoy, recuérdalo; ahora sólo falta que pise excremento de perro… ¡Me lleva! ¿Por qué dije eso?
Llego a la tan temida prueba. El profesor me mira con cara de pocos amigos, pues he llegado con cuarenta minutos de retraso. Intento reflejarle una sonrisa, sin éxito. Reviso el papel que me entrega. Sé que las preguntas son fáciles: hasta mis compañeros dicen que alguien con un nivel inferior de educación podría resolverlas. No obstante, parece que olvidé todo a última hora, ¿por qué? ¡Porque hoy es martes!
Poco a poco voy recordando cada uno de los conceptos necesarios para realizar el diagnóstico. Empiezo a pensar que es divertido sentir esa clase de presión. Pero, cuando el lápiz con el que escribes no te ayuda, comienza el drama de verdad. ¡No puedo más! ¡Ni una palabra puedo escribir! Vuelve el maligno pensamiento a mi cabeza: Tenía que ser martes…
Llevo ya cuatro horas de prueba. Aún faltan por responder muchas preguntas. Trato de no incomodarme y continúo como siempre lo hago: sereno y aislado del mundo.
Ya soy el único en el salón. No hay problema, ya termino. ¿Fue tan difícil? Siendo martes, creo que no. Mi cerebro trabajó tanto que, automáticamente entregado el examen, comienzan los fuertes espasmos estomacales causados por mi tensión excesiva y la fatiga. Se me dificulta bastante mantenerme en posición erguida; quiero acostarme en el suelo y armar pataleta por el dolor, pero siempre me preocupa el qué dirán. Pese a esto, logré llegar al restaurante. Almorzando lo mismo de siempre -espagueti, arroz y ensalada- pude calmar mi agonía. Ya me siento mucho mejor.
De camino a casa se cruzan dos personajes. Estoy tan confundido que no entiendo nada de lo que sucede. Uno de ellos me sujeta mientras el otro comienza a buscar desesperadamente algo de valor en mis múltiples bolsillos. De una u otra forma me siento violado y ultrajado. Viendo que sólo llevaba en ellos R$ 5,00, me arrebatan el maletín, con el trabajo que tanto me costó realizar durante el semestre, y me arrojan al suelo, propinándome una serie indiscriminada de golpes, patadas e insultos. De nuevo, no consigo mantenerme en pie; esta vez, por motivos ajenos a mi salud, motivos más relacionados con mi malestar momentáneo. Una vez más, alcanzo a ver dos siluetas. Son dos de mis compañeros de clase, dos personas con quienes jamás interactué. Haciendo caso omiso de este detalle, me brindan auxilio necesario. Han sabido cuidarme como a un hermano, como a un amigo de toda la vida.
Cuando volví en mí totalmente, le pregunto a uno de ellos:
- Alejandro, ¿qué día es hoy?
- Martes, ¿por qué?
- ¡Martes! ¡Bendito sea! ¡Ha sido el mejor martes de toda mi vida!
Apenas suelta una leve sonrisa y dice:
- Aún debes estar delirando. No te preocupes, te llevaré a casa.
Tomaré un baño. ¡Cielos, no hay agua! ¡Y tengo examen en menos de una hora! No importa, esperaré paciente que todo se normalice. Hoy es martes, recuérdalo.
¡Por fin! Siento la deliciosa agua recorriendo todo mi cuerpo, llenándome de vitalidad para el esforzado día que me espera. ¿Qué día es hoy? ¡Ah, sí, martes!
Iré a desayunar, de nuevo, lo que acostumbro todos los días: pan, algo de queso y jugo en leche. ¡Maldición! ¡Todo subió de precio! No importa, hoy es martes, podría ser peor.
Voy camino a la universidad… ¡Qué suerte! ¡Me encontré cinco centavos! ¿Para qué cinco centavos? Definitivamente, algo extraño está sucediendo este martes. Sigo caminando bajo la lluvia. El terrible descuido de los responsables de planeación de la ciudad hace que un automóvil que pasa rápido por mi lado me moje con toda el agua sucia del asfalto. ¡Mecachis! ¿Justo hoy? Claro, justo hoy, recuérdalo; ahora sólo falta que pise excremento de perro… ¡Me lleva! ¿Por qué dije eso?
Llego a la tan temida prueba. El profesor me mira con cara de pocos amigos, pues he llegado con cuarenta minutos de retraso. Intento reflejarle una sonrisa, sin éxito. Reviso el papel que me entrega. Sé que las preguntas son fáciles: hasta mis compañeros dicen que alguien con un nivel inferior de educación podría resolverlas. No obstante, parece que olvidé todo a última hora, ¿por qué? ¡Porque hoy es martes!
Poco a poco voy recordando cada uno de los conceptos necesarios para realizar el diagnóstico. Empiezo a pensar que es divertido sentir esa clase de presión. Pero, cuando el lápiz con el que escribes no te ayuda, comienza el drama de verdad. ¡No puedo más! ¡Ni una palabra puedo escribir! Vuelve el maligno pensamiento a mi cabeza: Tenía que ser martes…
Llevo ya cuatro horas de prueba. Aún faltan por responder muchas preguntas. Trato de no incomodarme y continúo como siempre lo hago: sereno y aislado del mundo.
Ya soy el único en el salón. No hay problema, ya termino. ¿Fue tan difícil? Siendo martes, creo que no. Mi cerebro trabajó tanto que, automáticamente entregado el examen, comienzan los fuertes espasmos estomacales causados por mi tensión excesiva y la fatiga. Se me dificulta bastante mantenerme en posición erguida; quiero acostarme en el suelo y armar pataleta por el dolor, pero siempre me preocupa el qué dirán. Pese a esto, logré llegar al restaurante. Almorzando lo mismo de siempre -espagueti, arroz y ensalada- pude calmar mi agonía. Ya me siento mucho mejor.
De camino a casa se cruzan dos personajes. Estoy tan confundido que no entiendo nada de lo que sucede. Uno de ellos me sujeta mientras el otro comienza a buscar desesperadamente algo de valor en mis múltiples bolsillos. De una u otra forma me siento violado y ultrajado. Viendo que sólo llevaba en ellos R$ 5,00, me arrebatan el maletín, con el trabajo que tanto me costó realizar durante el semestre, y me arrojan al suelo, propinándome una serie indiscriminada de golpes, patadas e insultos. De nuevo, no consigo mantenerme en pie; esta vez, por motivos ajenos a mi salud, motivos más relacionados con mi malestar momentáneo. Una vez más, alcanzo a ver dos siluetas. Son dos de mis compañeros de clase, dos personas con quienes jamás interactué. Haciendo caso omiso de este detalle, me brindan auxilio necesario. Han sabido cuidarme como a un hermano, como a un amigo de toda la vida.
Cuando volví en mí totalmente, le pregunto a uno de ellos:
- Alejandro, ¿qué día es hoy?
- Martes, ¿por qué?
- ¡Martes! ¡Bendito sea! ¡Ha sido el mejor martes de toda mi vida!
Apenas suelta una leve sonrisa y dice:
- Aún debes estar delirando. No te preocupes, te llevaré a casa.
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